Florencia

—¡Me caso! dijo con gesto orgulloso Florencia, una cuarentona despampanante y adinerada, cuyo novio, menor que ella, acababa de endeudarse (aún más), para comprarle un precioso anillo de diamantes; el cual, por supuesto, ya aparecía en al menos 20 fotos desperdigadas en el muro de la red social que compartíamos.

Me pregunté si cuando yo me comprometiera también iba a hacer lo mismo: fotografiarme con el anillo en todos los ángulos que una mano permita. Por supuesto, para hacerlo correctamente todas esas fotos tendrían que estar precedidas por las del galán y yo desparramando amor por toda la ciudad y sus alrededores. Volví a ver las fotos y me pareció que eran tan perfectas que me repelían.

En el área para comentar las fotos todas sus amistades escribían buenos deseos, magníficas premoniciones, y todo parecía destilar felicidad. Quise unirme a la fiesta y comentar algo, más que todo para no parecer maleducada, ¿o no es así como se procede en estos casos? Vaya yo a saber, que los rituales sociales se me dan poco. Lo que hago es más remedado que razonado, hay cosas que no entiendo. Como no logré encontrar las palabras correctas regresé a mi libro, dejando a mi mente maquinar una frase no solo adecuada, sino sincera. Al final escribí algo, que a falta de contestación entendí que sonaba tan falsa como en realidad era.

Aquel sería su cuarto matrimonio y ella aseguraba que era diferente a todos los demás. Y tal vez, en parte, tenía razón. El primero había sido con un divorciado que parecía su abuelo, el segundo con un hombre mayor con mamitis aguda y el tercero con el hijo de un ricachón. Éste último promediaba la edad de mi amiga, y en realidad él había buscado el matrimonio más por la insistencia de su padre, quien neceaba un heredero, que por convicción propia. La mujer le pareció era la ideal: Era profesional y presumible, pero decente. El matrimonio acabó a causa de la fiereza de la dama, quien insistía que no necesitaba nada de él, ni siquiera su compañía. El adonis, acostumbrado a una alfombra de mujeres esperando a ser rescatadas por él, no dudo en sacar de su vida a aquella desquiciada. Y es que algunos aseguran que él jamás dejó de visitar otros ranchos; que los desplantes que Florencia le hacía, de excusa le servían. Otros decían que el verdadero motivo del fracaso de aquel matrimonio era el ultimátum que él había puesto para conseguir aquel heredero que tanto ansiaba su padre y que, en principio, era la verdadera razón de aquella unión. Cuando ella se negó a prestar su tonificado cuerpo a procrear una nueva vida, él la sacó de la casa.

Ese matrimonio, dijo ella, había sido su peor error. No lamentaba los dos anteriores, pues habían sido hombres buenos y acomedidos, cuyo único y fatal error había sido no cambiar aquellas cosas que a ella no le gustaban, y ello a pesar que ella les había dado numerosas oportunidades. En cambio el fulanito con ínfulas de macho cabrío, como ella le llamaba, era un desventurado hijo del machismo más recalcitrante. ¿Cómo se había atrevido a pedirle un hijo?, ¿acaso no sabía él que aquello arruinaba la figura?, y, peor aún, ¿qué se creía controlándola para todo, por ejemplo, preguntándole de dónde llegaba a casa a la medianoche?, si ella era libre de proceder como mejor le pareciera.

La nueva adquisición de Florencia era más bien del tipo “perrito faldero”. La seguía con el hocico babeando y se cuadraba ante cualquier sugerencia (orden), que ella daba. El chico estaba allí cuando a ella se le daba la gana, y desaparecía al antojo de la mujer. Cuando salían, él sugería ostentosos lugares, por supuesto, justo cuando en suertes a ella le tocaba pagar. Cuando a él le tocaba invertir en la cita  se portaba bastante creativo, y la llevaba, por ejemplo, a caminar al perro
adoración de ella a algún lugar donde no se pagara la entrada. Cabe aclarar además que se aseguraba de no pasar cerca de algún restaurante demasiado elegante, pues la tarjeta de crédito, la única que todavía recibía cargos, no aguantaría demasiada galantería.  Lo cierto es que después de tres meses de noviazgo ella lucía un hermoso anillo en su dedo. Una jugada magistral la del chiquillo me dije. Se determinó que la fecha de la boda sería dos meses después del compromiso, justo antes del inicio de la época de invierno, porque la boda sería celebrada en un jardín. Después de conocer la fecha casi me pongo de pie y aplaudo, todo le estaba saliendo de maravilla al astuto muchacho, porque de seguro la tarjeta de crédito no aguantaría por mucho tiempo los lujos que ella exigía. Aquello había sido un jaque mate de cinco jugadas. Espectacular.

Fue entonces cuando, recostada en la cama mientras seguía con mi lectura, me llegó la iluminación: ¿Habrá una mejor pareja que aquella en que, sin importar cómo o en qué, ambos se complementan bien? Por ejemplo, una en dónde ella quiere mandar y a él que no le importa obedecer. Una pareja en donde ella está sola y él tiene necesidad de hacerse acompañar. O una en donde ella tiene dinero que no le importa compartir un poco y él una montaña de deudas. En ese momento un destello de esperanza cruzo mi habitación, esperanza que iba dedicada a mi amiga Florencia: tal vez este, el chiquillo, sí era el ideal.


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