Cristianina

Cristianina nunca quiso tener hijos, esa era la verdad, no quería, pero era una verdad que callaba por ser ¨antinatural¨. Nunca se le ocurrió que tal vez no era que no los quisiera, sino que posiblemente no era su momento. O quizá nunca llegaría su momento. Así como no todos nacen con el ¨don¨ de casarse, (hasta la Biblia lo dice), es muy probable que no todos nazcan con la capacidad y/o el deseo de ser padres. Pero quien iba a entender eso en su aldea, en su comunidad, en su familia, nadie, así que era mejor condenar esos sentimientos malignos y tratar de desecharlos de su corazón.

Se casó (la casaron), a los 16 años. A ella le gustaba el actor de la novela de las ocho de la noche y Juanito, el muchacho que había logrado que un señor le diera dinero para estudiar la carrera de perito contador en la cabecera departamental (donde sí había instituto de diversificado). Juanito llegaba a la aldea los fines de semana cada quince días, era el orgullo de su familia, de la comunidad entera. Los mayores lo respetaban, le preguntaban cosas, él podía leer, escribir y era alguien en quien podían confiar, él no se aprovecharía de ellos como tantas veces habían intentado muchas otras personas de afuera. Juanito se sentaba en la esquina de su casa, en donde su papá había construido dos bancas y una mesa para que pudiera hablar tranquilamente con las personas que a veces llegaban a buscarlo.

Cristianina pasaba por allí cuando iba al molino, en las tardes. Lo miraba de reojo, con pena, eran segundos que hacían que su corazón palpitara. A veces no quería verlo, pero no lo podía evitar. Solamente una vez él levantó la mirada lo suficientemente rápido para que ella no pudiera evitar ser sorprendida en el acto de observarlo, él sonrió de cortesía y siguió leyendo los papeles que sostenía entre las manos, era una carta que doña Dominga escuchaba atenta, era de su nieto que había migrado a los Estados Unidos, pero no quería que el mantenido de Antonio le leyera porque no se la leería bien.

Ese día las tortillas salieron mejor que nunca. Juanito la había visto por dos segundos, los segundos más maravillosos de su existencia. Disimulaba la sonrisa, pero su corazón saltaba de felicidad. Y otro corazoncito saltaba de felicidad con ella, ese que no entendía las razones, pero percibía los sentimientos, y al menos éste era bonito, no era el rechazo, el odio, el dolor, la frustración y la ira, que eran su pan de cada día. Cristianina tenía tres meses de embarazo.

El pequeño Cristianino traía en la sangre tantos sentimientos negativos, que no entendía, pero que necesitaba sacar. Apenas aprendió a caminar empezó a correr y a correr por la casa, y cuando aprendió a abrir la puerta de la casa, por las calles. Corría porque se sentía libre, corría porque necesitaba huir, de una madre que no lo sabía, pero no lo quería en su vida, de un padre que no lo sabía, pero era cualquier cosa menos un padre.

Cristianinito era rebelde, no entendía bien por qué, pero lo era. Quería nadar contra la corriente, quería vivir la vida a plenitud y quería que alguien le pagara lo que en su casa le debían. A los 16 años salió de su casa con aparente destino a la escuela (cursaba cuarto primaria), pero jamás regresó. Ese día, en el bolsón, en vez de cuadernos llevaba dos pantalones, tres playeras y un carrito BMW a escala, sin llantas. No se podría decir que en esa casa haya dejado a su familia; había dejado simplemente a unas gentes: un borracho, una amargada y cinco pequeñas molestias. Iba en busca de su hogar, todos deberían tener un hogar, en algún lado tendría que estar el de él.

Llegado a la capital robo por hambre, golpeo para ganarse el respeto y empuñó una pistola para ser aceptado.


En la fotografía de la semana pasada nadie lo nota, pero en la bolsa del pantalón guarda un carro BMW rojo, sin llantas, el único objeto al que logró llamar familia porque jamás lo traicionó. En la misma imagen el fiscal del Ministerio Público sonríe satisfecho, lo acaban de condenar a 40 años en prisión. 

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